Camino de Santiago, etapa tercera: de Cizur Menor a Puente la Reina
Suena el despertador, te despiertas; es la hora convenida y, aún soñoliento, te parece que todo está en orden. Son las cinco y media, y todavía no ves movimiento en el albergue; los peregrinos duermen. Te cambias en el borde de la cama intentando no hacer ruido, cargas con tu mochila y sales de nuevo al camino. Parece que hoy todo ha salido como esperabas. Fuera está oscuro y no ves claro por dónde continúa el caminó que ayer te dejó en el albergue, así que tomas la salida del pueblo en dirección al imponente Monte del Perdón. Atravesando la leve neblina que envuelve el paisaje te das de bruces contra un recinto en construcción. Al parecer, el camino discurría por una zona que están urbanizando, así que debes tomar un desvío, pero no encuentras las señales. No importa; tomas un camino que parece discurrir hacia la loma del Monte. Tras caminar un buen trecho, te incorporas ya al camino principal, puedes respirar aliviado y consultar el mapa para saber dónde te encuentras.
Neblina al amanecer en el Alto del Perdón Son poco más de las 6 de la mañana cuando recibes un SMS del grupo, preguntando si ya habías salido. Les contestas que sí, y que la salida del pueblo es un poco complicada, pero que saliendo del pueblo y yendo en dirección este acabarán topándose con el camino en algún momento.
Según la guía, atravesando un par de sembrados (¿Un par de sembrados?, ¡pero si todo es campo sembrado!) se llega a un pueblo llamado Guenduláin, dejando de lado Galar, por donde no pasa el camino. Piensas que puede ser un buen lugar donde parar a desayunar, pero cuando llegas, ves que en realidad no hay ningún pueblo. Sólo las ruinas de lo que debió ser un palacio, un cementerio y una iglesia fortificada. Con la tenue luz del día que aún no despunta, y la perspectiva del Alto del Perdón enfrente tuyo, decides no desviarte del camino para echar un vistazo.
No estás muy lejos de Zariquegui, y en la lontananza ves que se trata de una pequeña aldea. Entras pasados apenas unos minutos de las 7 y descubres una plaza, con su fuente, junto a la pequeña iglesia. Desayunas; llevas ya 6 kilómetros de etapa y apenas despunta el día: la cosa pinta bien. Puesto que has dejado la mochila en el albergue para que te la lleven a Puente la Reina, llevas contigo una bolsa con la cantimplora y algunas cosas para desayunar: una bebida de cacao, y galletas.
Poco a poco, mientras descansas, van llegando peregrinos que paran a desayunar o, simplemente, beben y continúan su camino. Decides esperar un poco más -no mucho- antes de reencontrarte con el grupo e iniciar juntos la ascensión por una loma mucho más suave de lo esperado.
Animado por la compañía, la subida te resulta más corta de lo esperado. Con una penitencia tan leve, ¿qué clase de perdón puedes esperar?, te preguntas. Ya te avanzo la respuesta: ninguno. Desde la cresta del alto, presidido por una escultura metálica que representa a peregrinos y viajeros de otra época, puedes ver bien tanto la ciudad de Pamplona a un lado como las extensión del sur de Navarra, mucho más llana y accesible, con sus pajuzos campos de trigo. Las vistan son tan buenas que, además de los pueblos de la siguiente etapa, puedes distinguir desde el Moncayo a los picos de la Cordillera Cantábrica.
Esculturas en el Alto del Perdón
Vistas desde el Alto del Perdón
Empiezas a descender con tu grupo por un sendero rodeado de árboles. Continuará así hasta casi llegados a Uterga, donde paras para refrescar la cantimplora en la plaza de la fuente y distanciarte, pues quieres entrar solo en Obanos para visitar a la familia de tu profesor de filosofía.
Recuerdas sus instrucciones: una gran puerta de color verde a la entrada del pueblo. Además, debe haber una nave anexa para el cultivo de champiñones. No cabe duda, ves el portalón metálico. Te da vergüenza entrar en casa de unos desconocidos, pero te has comprometido a entrar y saludar. Tus temores son infundados, ya estaban apercibidos de tu visita y eres bien recibido, lo que constituye una bocanada de aire fresco en tu camino. No quieres abusar de su confianza y declinas la invitación para quedarte a comer o a bañarte en su piscina.
Comparado con los pueblos que acabas de visitar (Uterga y Muruzábal), las calles de Obanos muestran todavía las huellas de un pasado noble, con grandes casas de piedra flanqueando un entramado de calles que discurren hasta su imponente plaza.
Allí ves por primera vez su iglesia-fortaleza, de la que tantas veces, orgulloso, os ha hablado en clase vuestro profesor. Admites que tenía motivos para hablar bien de su patria chica, pero esto es algo que nunca le reconocerías en persona.
Todavía tienes tiempo de hacer una breve visita al interior de la Iglesia, donde la cabeza de San Guillermo, otro peregrino cuya historia conoces por la Leyenda de Obanos tantas veces repetida en clase de filosofía. También el suelo de la nave llama tu atención: es de madera; pero esta característica es típica de muchas iglesias navarras.
Te entretienes callejeando un poco más, sobre todo alrededor del conjunto plaza-iglesia, antes de salir rumbo al final de la etapa. Conoces la existencia de Eunate, una ermita templaria a pocos quilómetros, pero hay que desviarse. Tomas el camino directo a Puente la Reina y dejas la visita a Eunate para otra ocasión cuando dispongas de medios más civilizados que ir caminando.
Enseguida divisas Puente la Reina desde una posición elevada. El último tramo desciende en suave pendiente hasta el pueblo, y en la panorámica distingues cierta industria, tanto moderna como edificios de ladrillo de principios de siglo, muy próxima a los campanarios de su casco antiguo. Te gusta. En Pamplona dejaste atrás la Navarra agreste y ahora estás en la Navarra civilizada.
Nada más entrar encuentras el primer albergue. Perteneciente a los hermanos reparadores, el edificio está junto pero no adyacente a la casa e iglesia que regentan en Puente la Reina. La primera impresión es buena: el edificio es moderno, pero no desentona con el entorno antiguo; además, puede verse un gran jardín de césped en el interior del mismo.
Tu mochila no está allí: está en el otro albergue. Atraviesas el casco antiguo siguiendo la calle mayor, empedrada, hasta llegar al final del pueblo. Desde allí, atravesando el renombrado puente y subiendo una cuesta de tierra, llegas a un edificio de una sola planta en forma de barracón. En su interior, sin apenas tabiques, la distribución se reparte entre una barra-recepción del bar, un futbolín y un conjunto de literas tapado por biombos en vez de paredes.
Pagas la estancia y recoges tu mochila. No hay mucha gente, está casi vacío. Tal vez conforme avance la tarde se llene un poco más. La verdad es que su situación, en un alto a la salida del pueblo, no le hace especialmente accesible.
Aprovechas que está casi vacío y te tumbas en la cama; para dormir o, por lo menos, descansar. Has comido un trozo de pan de higo no te ha sentado muy bien. Intentas dormir, pero un leve malestar y la conversación del bar entre el hospedero y un cliente no favorecen precisamente el descanso. Al cabo de una hora -no sabes si realmente has caído dormido algunos minutos o no-, tomas la decisión de alojarte en el albergue de la entrada, para poder estar con el grupo.
La recepcionista, una señora metida en la cincuentena, posee una mirada inteligente que deja ver una chispa de humor en su trato con los peregrinos. Te cae bien inmediatamente; además, enseguida le encuentras parecido con una señora de tu pueblo con quien tenéis muy buena relación.
El estómago te duele cada vez más, así que sales en busca de una farmacia donde comprar algún producto que pueda, somática o psicosomáticamente, aliviarte.
Una vez en la farmacia, mientras la farmacéutica está dentro buscando unos sobres de Almax, te sobreviente una arcada que intentas contener. Con la segunda ya no podrás, y acabarás vomitando mientras te abres paso hacia el cuarto de baño, donde te acometen una tercea, una cuarta… Al salir, avergonzado, pides disculpas, pero no se enfadan contigo. Muy amablemente te recomiendan que visites al médico y que te replantees seguir haciendo el camino.
De vuelta en el albergue, pasas la tarde en el jardín, sentado en su bien cuidado césped, en agradable compañía. Sólo abandonáis el jardín para visitar la iglesia, a la hora de misa diaria. El interior, oscuro y barroco, contrasta con el exterior, más sencillo y sin grandes alardes. Y, como todas las iglesias del camino cuando están vacías, un remanso de paz en un mundo hostil.
La molestia no mejora con Almax, así que empiezas a replantearte tu situación. Ya habías quedado con tus padres al día siguiente para veros en Estella, pues ese día tenían que ir a Zaragoza y pensaban acercarse. Decides quedar con ellos en Puente la Reina; y, si no has mejorado, volver a casa para reponerte.
Por la mañana, te sientes extraño. Te despiertas a la misma hora que tus compañeros, y por un instante deseas irte con ellos, pero ya has quedado con tus padres en Puente la Reina y, además, hoy te sientes especialmente débil. Te despides en la calle con un gran abrazo y vuelves a tu litera, donde permanecerás recostado pero sin dormir un par de horas más.
De la calle llegan a ti las voces de los primeros peregrinos pasando. Son tonos de voz tan familiares, tan exactas a las de amigos y familiares que has dejado atrás, que te parece increíble descubrir que no son ellos cuando, incrédulo y medio dormido, te asomas a la ventana para ver de quién proceden.
Por fin, el día despunta ya en todo su esplendor y te levantas. No hay mejoría, más bien todo lo contrario; ni siquiera tienes ganas de desayunar. La decisión está tomada, te irás a casa y ya volverás cuando te repongas. No puedes evitar alegrarte ante la perspectiva de volver a tu casa, a la civilización, hasta estar repuesto. Sólo te preocupa una cosa: una vez recuperado, ¿te quedarán ganas de volver al Caminio?